lunes, 23 de septiembre de 2013

El Ramo de Osos, La Caja de Chocolate, la bolsa de KFC, La Macarena y el Grinch que se robó el Día del Maestro


En China la gente se anticipa a las festividades y feriados con las ansias con las que espero yo un viaje. Todos saben qué se hace para cada una y estoy segura que más de uno tacha los días en el calendario. Siempre dije que el que aparecieran arbolitos de navidad un mes antes de navidad era excesivo, pero creo que no sabía de lo que hablaba hasta que llegué. La rutina y el hacer exactamente lo mismo durante más de doce horas por día, mínimo seis días a la semana hacen que la mínima diferencia sea venerada. El día del maestro no es la excepción.
En realidad creo que hago mal en llamarlo el “día” del maestro, porque por cada evento o festividad se festeja mínimo una semana, incluso los cumpleaños. Pensando que era el sábado me sorprendía cuando también me dijeron “jiaoshi Jie” o “Happy Teacher’s Day” el domingo, el lunes y el martes… también me lo dijeron el miércoles y creo que el jueves.
Desde el viernes pasado hordas de padres vienen a conocer a los maestros de sus hijos y a traerles obsequios que aunque parecen sencillos son obscenamente caros. Sí, los mismos padre que los dejan el domingo para volverlos a buscar el viernes por la tarde viajan especialmente al colegio a cumplir su tarea. Los alumnos, por su parte, regalan tarjetas y pequeños presentes que a veces hacen con sus manos, o que pasan demasiado tiempo en sus manos como esa pequeña torta que llegó por la mitad a mi escritorio.
Mi día-semana tuvo varios capítulos que no puedo dejar de mencionar, pero son varios, así que lo dejo al criterio del lector. Esto es elige tu propio capítulo. Recomiendo leer La Macarena, La bolsa de KFC y El Ramo de Flores. Sepan que fui un Grinch pero ya se me pasó. Comenten que me encanta y me hace sentir más cerca de uds!

La Macarena
Genial, no?

Es extraño como al viajar nos encontramos siendo más nosotros que nunca. Hasta con algo ridículo.
En esta escuela los extranjeros tienen que participar en todos los eventos demostrando “lo que saben”. Sí, todos esperan a ver qué vamos a hacer. Como nadie tenía ninguna idea en mente y el día del maestro cayó la semana misma en que empezaron las clases al director del departamento de inglés se le ocurrió que podíamos bailar a oscuras. Calculo que fue lo primero que se le cruzó por la mente, pero fue una idea brillante y sumamente divertida. La idea era pegarnos luces fluorescentes al cuerpo para que nos vieran. Iba todo bien hasta que prendieron las luces.

Acomodándome la remera

Comenzamos a ensayar uno de esos días en los que me siento zapato en la heladera y extraño un poco todo lo que es argentino, o mío, o nuestro. Ese día pensé que no habría nada más divertido y gracioso que bailar la macarena. Convencí a mis cuatro compañeros y en medio de algo planificado y perfecto nos volvimos todos la novia de Victorino. Hacía bastante que no me reía tanto, y para mi sorpresa, desde los asientos la gente cantaba (o lo que sea) la canción que yo había elegido.
Como dije, todo iba bien hasta que prendieron las luces. Mi remera estaba un poco baja y uno de mis compañeros me hizo notar que mi ropa interior se veía más de lo debido. Nosotros somos el tercer grupo de cuatro, bailamos al final pero vale la pena ver lo que resultó ese espectáculo.


La Caja de Chocolate

Nunca me gustó que me regalaran flores. Esto tiene su porqué. Mis decisiones o ideas pueden ser contradictorias y hasta rechazables, pero siempre están bien fundamentadas. O al menos así lo veo yo (en una primera cita hace ya varios años me regalaron un empalagoso ramo de flores gigante… de más está decir que la cita terminó muy mal). Flores, no. Ahora nunca dije nada sobre el chocolate. Me vuelvo una misericordiosa y flexible docente cuando me regalan chocolate. Incluso esas cajas en forma de corazón sumamente artificiosas suman puntos. Pero he aquí que este 10 de septiembre todos los docentes recibían cajas y cajas de chocolate, muñecos de chocolate, huevos de chocolate… todos menos yo.
Si bien no había estado mucho tiempo con los chicos y no tengo clases con ellos muy seguido, creo que por un segundo me angustié. Y en ese segundo una maestra (que primero preguntó cómo se decía en inglés a alguno de sus colegas) me llevó hasta mi escritorio una caja de bombones que me había regalado un alumno. No me acordaba quién era Freddy, pero lo iba a averiguar. Es uno de esos alumnos de los que uno se acuerda porque no te escuchan, gritan, hablan mientras uno habla, le tira papelitos húmedos a sus compañeros, juega a las cartas debajo del banco y te pide treinta veces de ir al baño en una hora de veinte minutos. Pero, me regaló chocolates. He dicho.
Me regalaron dos cajas de chocolates… las cuales regalaría al final del día. Ya sabrán por qué.

Mi primera caja de chocolate ese día

El Ramo de Osos

Me encanta regalar cosas. Soy la que persigue a la gente para juntar plata para un regalo de cumpleaños, se toma la tarde para elegir algo “personal”, les prepara moño y tarjeta a todos… una pesada. Pero me encanta. Así que para el día del maestro les regalé a cada uno de los maestros que estaban en mi oficina un pequeño alfajor. No tenía mucha plata…
Más tarde volví de una clase y los maestros estaban hablando en un rincón. Ya me acostumbré a no entender de qué hablan, así que no presté demasiada atención. Por eso me sorprendió que Julie, la maestra de tercero, se acercara a mi escritorio.  En su inglés prolijo me preguntó si me gustaba su enorme ramo de osos de peluche. Se lo había llevado especialmente la madre de una de sus alumnas hasta la oficina. Teniendo en cuenta que es un colegio de pupilos donde los padres vienen de distintas ciudades a ver a sus hijos solo los fines de semana este no es un dato menor. La pregunta me pareció extraña y un tanto pomposa, pero como todavía no entiendo las dinámicas colectivas en este país contesté que me encantaba. Alegre sonrió, lo agarró y me lo dio: “Es tuyo”.

Añadir leyenda

Me van a entender cuando les diga que lo rechacé. Fue instintivo. No recibimos regalos que ya han sido regalados. Es sencillo: el regalo es para la maestra de tercero, yo no soy la maestra de tercero, ergo, el regalo no es para mí. Acción a seguir: rechazar regalo.
Julie me miró horrorizada aún sosteniendo su ramo, y el silencio en la oficina me hizo entender no solo que algo estaba mal, sino que yo era la principal culpable. Sin saber qué hacer ni cómo explicar que no lo rechazaba porque ella me lo daba agarré el ramo y sonreí largo y tendido. Agradecí en chino y no me senté hasta que Julie me devolvió la sonrisa. Poco a poco empezaron a hablar de otra cosa y todos volvimos a planificar nuestras clases.
Esa tarde Shane me explicó que es una práctica muy común regalar algo que te han regalado. Especialmente cuando no lo vas a utilizar o cuando es un honor haberlo recibido. Regalar lo regalado te hace admirable y humilde. Es normal y está bien.
Pensar que uno puede regalar esa horrible remera violeta dos talles más grande de lo debido que no se puede cambiar porque estaba de oferta sin sentir culpa es agradable.

What a gift!

En la vida del docente están esos días en los que uno sabe que va a recibir un regalo de sus alumnos que si bien no tiene el efecto deseado por estos debe ser apreciado efusivamente, porque para ellos ese pequeño esfuerzo que han hecho por uno significa mucho más que evidentemente regalar un poco preciso dibujo de su maestra preferida en el que la persiguen enormes semillas de sandía (este tipo de cosas varían según la región del planeta aparentemente). Si bien pensé que el pedazo de panqueque lleno de dulce de leche y algún moquito de los alumnos de primer grado era el regalo más descartable de todos (obviamente después de pretender que uno lo probó), la experiencia indica que uno siempre se puede equivocar.
Johnny #1 me miró insistentemente desde que entré a cuarto grado. Todos sabían lo que iba a hacer, porque poco a poco lo rodearon frases de apoyo y cantos ansiosos. A paso firme Johnny se acercó a mi escritorio orgulloso y con la frente en alto. Extendió su mano y me obsequió lo que explicaría por qué la clase olía tan mal. Resulta que Johnny había ido a almorzar con su familia a su restaurant favorito: KFC. Se le había ocurrido que como regalo del día del maestro le podía llevar alitas de pollo a su maestra de inglés, porque qué mejor que obsequiar algo que se come en Estados Unidos a una maestra de inglés. Si bien soy casi vegetariana y nunca comí una alita de pollo porque me dan impresión, el gesto me enterneció a tal punto que tuve la bolsa en mi escritorio casi toda la clase. Casi.

El Grinch

Cuando uno decide ser docente muchas veces no sabe qué tipo de docente quiere ser, pero siempre sabemos qué no queremos ser. Nunca queremos ser un Grinch, esos seres verdes, arrugados, malhumorados, cerrados y con el corazón diminuto como un grano de arroz (o de otra cosa). El Grinch de mi vida fue mi maestra de quinto grado. Todavía me acuerdo del ruido seco y peligroso que hacía esa regla de cristal cuando la golpeaba contra el escritorio, y de cómo nos gritaba para que nos sentáramos antes de que contara hasta cinco. Creo que nunca nadie duró más de cinco minutos parado. Eran otras épocas.
Juré nunca volverme como ella ¿Cómo podía? ¿Quién podía transformarse en un ser tan detestable?
Nunca digas nunca. Todos somos de carne y hueso, sobretodo cuando la lista negra de las cosas del día se hace interminable.
Tener seis clases en un día no parece mucho tiempo. Ahora, cuando uno se pasa trabajando ese tiempo con seis cursos de alrededor de cuarenta niños pre-adolescentes, a los que no entendés, quienes no te entienden y que encima no están interesados en tu clase porque es mucho más básica y sencilla de lo que pueden hacer, el enseñar se vuelve casi tan abrumador como trabajar doce horas en un campo de arroz. Y con el calor que hace en estas aulas seguro que estoy transpirando lo mismo.
Ese mismo día del maestro, cuando quise empezar mi última clase del día ninguno de los treinta y nueve chicos que estaban ahí me querían prestar atención. Cuando logré que todos se callaran con mi técnica de “te miro callada y con los brazos cruzados porque quiero que hagas silencio YA!!!!!”  les pregunté con mi mejor sonrisa cómo andaban y recibí un “maaaaal” como respuesta. A eso se le sumó que Tim llegó tarde y gritando a las carcajadas algo en chino que alguien más tarde me tradujo como “me pegaron”. Al parecer a sus compañeros también les resultó divertido y se rieron con él. Todos comenzaron a pararse y hablar en un idioma extraño y que me vuelve una persona muy poco tolerante a la incertidumbre. Sentí el enojo y la impotencia crecer en mí como no lo sentía hace años. Y fue en ese momento, entre el agotamiento, el calor, el chino básico, y el hecho de estar muy lejos de todo y no saber qué hacer que vi la vara de madera sobre mi escritorio. Agarré la vara y la golpeé lo más fuerte que pude contra el escritorio. Todos callaron y volvieron a sus asientos. La carita de Jenny, quien estaba sentada en la primera fila, perdió todo color. Nadie me miraba a mí, todos miraban a la vara.
Le dije a Tim que se fuera a la oficina de su profesor y entonces él también empalideció. Me suplicó en chino que no lo mandara de vuelta a la oficina (esas cosas se entienden) y se tiró al suelo como un saco de papas. Entendiendo que Tim haría lo posible por no ir lo ayudé a levantarse y con mi mejor tono posible le mostré con las manos que podía relajarse pero que tenía que irse a la oficina, que esa había sido mi decisión. Me costó tomar esa decisión como siempre me cuesta ser intransigente. Tim empezó a llorar y dejó el aula.
Espero que nadie en ese aula haya visto esas lágrimas que no pude contener.
Di la clase en un entorno de apatía y silencio total. Nadie hablaba, nadie participaba, y todos miraban al suelo cuando los nombraba para responder una pregunta.
Cuando volví a mi departamento ese día le conté lo que me había pasado a mi vecina mientras luchaba contra las lágrimas. Yo no lloro. Bueno, sí, pero siempre trato de no hacerlo. Y fallo.
Después de un largo silencio me explicó que esa vara probablemente la usara el maestro de chino de los chicos para pegarles en la mano. Y que probablemente ese alumno había recibido un castigo impensadamente severo por haber vuelto a la oficina en tan poco tiempo.
Sentí que el corazón se me hacía pequeñito como el del Grinch. Me había convertido en mi maestra de quinto grado. Esa noche no pude dormir pensando en que hacía tan solo una semana que había empezado a trabajar y ya era la peor maestra que podía llegar a ser.
Al día siguiente llevé las cajas de chocolate al colegio y las regalé. Saqué las tarjetas que me habían hecho los chicos con sus manos y las guardé en mi cajón. Sentí que no las merecía ni un poco.
Mis pies parecían piedras cuando subí las escaleras para darle la clase a esos chicos otra vez. Cuando llegué no estaban gritando ni riéndose. Me esperaban casi en silencio. Quería pedirles perdón por no entenderlos y por no entender lo que les pasaba, pero sabía que no me iban a entender nunca, no lo que yo les pudiera decir.
Ellos solo esperaban que yo les dijera “Hello! How are you?” para responder un monótono “I’m fine and you?”. Me miré las manos y me di cuenta que todavía sostenía mis lentes de sol. No los iba a saludar como siempre, no quería ser yo ese día, no quería ser un Grinch.
Me puse los lentes de sol y empecé a dar la clase casi sin ver porque cerramos las cortinas para usar el proyector. Una niña rió y pronto se dieron cuenta que podían relajarse. Esa fue (casi) mi mejor clase del día. No porque se portaran bien, porque eventualmente se empezaron a portar terriblemente mal como siempre (y está bien, es la única clase donde se pueden portar mal sin sufrir muchas consecuencias). Fue importante darme cuenta que no soy un Grinch, soy una persona con un corazón muy grande que puede equivocarse y siempre va a hacer lo posible por enmendar un error.

martes, 10 de septiembre de 2013

Destino Final: China


“¿Por qué China?” Me preguntó un alemán mientras tomábamos una cerveza Tingstao en la terraza de un hostel en Shanghai.
No era la primera vez que me preguntaban por qué me había decidido por mudarme a China. Así que elaboré una serie de respuestas, ciertas pero que no llegaban a rozar el verdadero porqué. Estas variaban entre “Quiero hablar chino”, “Quiero el desafío de viajar y no perderme”, “Quiero tener una cita y no entender qué quieren de mí” (eso me pasaba en casa todos los días), y “Quiero aprender a comer con palitos”. Lo curioso es que yo tampoco supe la respuesta hasta poco antes de subirme al avión. En realidad creo que nunca quise aceptar por qué me estaba yendo realmente.
Escape a Escocia, 2009

Pero el alemán no se detuvo ahí, sino que luego de una breve pausa me preguntó temeroso (si un alemán puede verse temeroso) “¿Escapando de algo o hacia algo?”
Suspiré y me pregunté Cómo contestaría Will esta pregunta. Will es una persona muy locuaz.
Conocí a Will en el Hostel Los Duendes de Salta, un lugar muy conocido entre los viajeros que pasan la noche ahí para compartir historias, una peña, una cerveza “Salta” y a veces algún viaje en auto. Will había vivido casi toda su vida en Londres. Con mi misma edad ya tenía un MBA y un CV en Linkedin que debería abrumar a más de uno. Se había casado con su novia de toda la vida, se había comprado el departamento en Kensington Gardens y tenía uno de esos autos que uno se detiene a mirar solo para ver quién se baja y aplaudir mentalmente. Y cuando todos esperábamos que nos contara una trágica historia que justificara el “¿Por qué estás acá en Latinoamérica, viajando solo, sin trabajo, sin esposa y casi sin dinero?” implícito en los rostros de todos los que estábamos ahí, Will respondió: “Tengo que encontrar qué es lo que me falta”. Esa noche y sin casi motivo, evidentemente, quién más que un porteño le recomendó no sacarse el anillo porque los hombres casados son imanes de “minas”.
Escape a Colonia, 2010

Will odiaba su trabajo, le había dicho a su esposa que la amaba pero que no estaba listo para tener hijos aún, había juntado sus ahorros y vendido su auto para viajar y por último había hecho una pequeña mochila que cargaría muchísimo más que su ropa. Espero que haya encontrado la respuesta a su pregunta o que la esté por encontrar. Tengo muchísima fe en que así va a ser, en que va a encontrar un poco de silencio ahí, en va a volver a casa con su esposa y tener esos hijos que seguramente van a ser hermosos.
En mi caso esa pregunta se me cruzó por la mente una tarde no mucho tiempo antes de tomar el vuelo a Shanghai mientras corría por los Bosques de Palermo: ¿Estoy escapando de algo o corriendo hacia algo?
Quién no ama tomarse esos benditos catorce días de vacaciones para viajar, respirar aire algo menos contaminado, salir, broncearse, engordar sin culpa, pensar que uno es el más amigable del montón y comprar souvenirs y regalos económicos el último día antes de volver. Pero en general, cuando esos días llegan a su fin, en el fondo uno quiere volver a dormir en ese lugar de la cama que tiene nuestro nombre, regresar a la dieta que nos deja usar el espejo para vestirnos y ver a nuestros amigos y hablar de esas gloriosas margaritas totalmente de más que nos tomamos mirando ocaso en alguna playa caribeña.
El viajar, en realidad, se vuelve una pequeña piedra en el zapato cuando todo en nuestro cuerpo nos dice que nos tenemos que ir muy, muy, muy lejos y rápido. Casi volando como esas ardillas que saltan de árbol en árbol, sin pensar demasiado en la distancia que hay desde el suelo. Es un salto de fe.
Escape a Rosario, 2011

Esa tarde me di cuenta que no me estaba yendo solo porque me gustaba la idea de viajar, me estaba yendo porque había algo que ya no tenía y que me volvía incompleta. Lo tenía que encontrar aunque fuera del otro lado del mundo. Y sí, lloré, como todos saben. Suelo llorar muy seguido. La gente emocional es así.
Generalmente lo que uno siente cuando acepta que se está yendo porque hay algo que no tiene solución visible es CULPA. Nos imaginamos un cartel en la frente que dice ME DI POR VENCIDO, SOY UN COBARDE. La gente a veces no ayuda. Todos, nuestras madres, nuestros jefes, nuestros amigos, nuestras parejas nos dicen directa o indirectamente que para encontrar la solución nos tenemos que quedar y seguir buscando, y buscando, y buscando… acá, en el mismo lugar, haciendo lo mismo. Y es entonces que cuando vemos a toda esta gente diciéndonos lo mismo es que nos preguntamos con mucho, mucho miedo  ¿y  si tienen razón? ¿Y si lo único que estoy haciendo es perder el tiempo?
Escape a Salta y Jujuy, 2013

Todas las noches y con un gran nudo en el estómago, que juro no fue por la cerveza que estuve tomando “de vez en cuando” en Antares (Ay! Cómo la extraño!), me iba a dormir con esa pregunta acompañándome. Y todas las noches volvía a lo mismo. No a qué contestaría Will, sino a qué contestaría yo:
A veces necesitamos escapar. A veces tenemos que ir a buscar la respuesta a esa pregunta allá afuera, una respuesta que sabemos no solo nos va a cambiar la vida sino que la va a definir. Eso no es ser cobarde, es ser muy valiente. Encaro este viaje, sea físico o mental, con miedo y completa incertidumbre, pero también me arriesgo a escribir, también con pura fe, paz y energía. Y cuando me di cuenta del peso de la decisión que había tomado, en ese momento me volví sumamente feliz.
Escape a Yangzhou, China, HOY

De todas formas, creo que al alemán le contesté que quería viajar por Asia.

He ahí mi opinión sobre el tema “escaparse”. Quisiera saber ahora qué opinan uds. ¿Está realmente mal escaparse? ¿Will estaba equivocado? ¿Alguna vez sentiste la necesidad de abandonar todo, quizás vender todas tus pertenencias, despedirte de tus afectos un tiempo más prolongado del que ellos puedan esperarte y encontrar una respuesta del otro lado del mundo (o a la vuelta pero lejos)?