En China la gente se anticipa a las festividades y feriados
con las ansias con las que espero yo un viaje. Todos saben qué se hace para
cada una y estoy segura que más de uno tacha los días en el calendario. Siempre
dije que el que aparecieran arbolitos de navidad un mes antes de navidad era
excesivo, pero creo que no sabía de lo que hablaba hasta que llegué. La rutina
y el hacer exactamente lo mismo durante más de doce horas por día, mínimo seis
días a la semana hacen que la mínima diferencia sea venerada. El día del
maestro no es la excepción.
En realidad creo que hago mal en llamarlo el “día” del
maestro, porque por cada evento o festividad se festeja mínimo una semana,
incluso los cumpleaños. Pensando que era el sábado me sorprendía cuando también
me dijeron “jiaoshi Jie” o “Happy Teacher’s Day” el domingo, el lunes y el
martes… también me lo dijeron el miércoles y creo que el jueves.
Desde el viernes pasado hordas de padres vienen a conocer a
los maestros de sus hijos y a traerles obsequios que aunque parecen sencillos
son obscenamente caros. Sí, los mismos padre que los dejan el domingo para
volverlos a buscar el viernes por la tarde viajan especialmente al colegio a
cumplir su tarea. Los alumnos, por su parte, regalan tarjetas y pequeños
presentes que a veces hacen con sus manos, o que pasan demasiado tiempo en sus
manos como esa pequeña torta que llegó por la mitad a mi escritorio.
Mi día-semana tuvo varios capítulos que no puedo dejar de
mencionar, pero son varios, así que lo dejo al criterio del lector. Esto es
elige tu propio capítulo. Recomiendo leer La Macarena, La bolsa de KFC y El
Ramo de Flores. Sepan que fui un Grinch pero ya se me pasó. Comenten que me
encanta y me hace sentir más cerca de uds!
La Macarena
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Genial, no? |
Es extraño como al viajar nos encontramos siendo más
nosotros que nunca. Hasta con algo ridículo.
En esta escuela los extranjeros tienen que participar en
todos los eventos demostrando “lo que saben”. Sí, todos esperan a ver qué vamos
a hacer. Como nadie tenía ninguna idea en mente y el día del maestro cayó la
semana misma en que empezaron las clases al director del departamento de inglés
se le ocurrió que podíamos bailar a oscuras. Calculo que fue lo primero que se
le cruzó por la mente, pero fue una idea brillante y sumamente divertida. La
idea era pegarnos luces fluorescentes al cuerpo para que nos vieran. Iba todo
bien hasta que prendieron las luces.
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Acomodándome la remera |
Comenzamos a ensayar uno de esos días en los que me siento
zapato en la heladera y extraño un poco todo lo que es argentino, o mío, o
nuestro. Ese día pensé que no habría nada más divertido y gracioso que bailar
la macarena. Convencí a mis cuatro compañeros y en medio de algo planificado y
perfecto nos volvimos todos la novia de Victorino. Hacía bastante que no me
reía tanto, y para mi sorpresa, desde los asientos la gente cantaba (o lo que
sea) la canción que yo había elegido.
Como dije, todo iba bien hasta que prendieron las luces. Mi
remera estaba un poco baja y uno de mis compañeros me hizo notar que mi ropa
interior se veía más de lo debido. Nosotros somos el tercer grupo de cuatro,
bailamos al final pero vale la pena ver lo que resultó ese espectáculo.
La Caja de Chocolate
Nunca me gustó que me regalaran
flores. Esto tiene su porqué. Mis decisiones o ideas pueden ser contradictorias
y hasta rechazables, pero siempre están bien fundamentadas. O al menos así lo
veo yo (en una primera cita hace ya varios años me regalaron un empalagoso ramo
de flores gigante… de más está decir que la cita terminó muy mal). Flores, no.
Ahora nunca dije nada sobre el chocolate. Me vuelvo una misericordiosa y
flexible docente cuando me regalan chocolate. Incluso esas cajas en forma de
corazón sumamente artificiosas suman puntos. Pero he aquí que este 10 de septiembre
todos los docentes recibían cajas y cajas de chocolate, muñecos de chocolate,
huevos de chocolate… todos menos yo.
Si bien no había estado mucho
tiempo con los chicos y no tengo clases con ellos muy seguido, creo que por un
segundo me angustié. Y en ese segundo una maestra (que primero preguntó cómo se
decía en inglés a alguno de sus colegas) me llevó hasta mi escritorio una caja
de bombones que me había regalado un alumno. No me acordaba quién era Freddy,
pero lo iba a averiguar. Es uno de esos alumnos de los que uno se acuerda
porque no te escuchan, gritan, hablan mientras uno habla, le tira papelitos
húmedos a sus compañeros, juega a las cartas debajo del banco y te pide treinta
veces de ir al baño en una hora de veinte minutos. Pero, me regaló chocolates.
He dicho.
Me regalaron dos cajas de
chocolates… las cuales regalaría al final del día. Ya sabrán por qué.
Mi primera caja de chocolate ese día |
El Ramo de Osos
Me encanta regalar cosas. Soy la
que persigue a la gente para juntar plata para un regalo de cumpleaños, se toma
la tarde para elegir algo “personal”, les prepara moño y tarjeta a todos… una
pesada. Pero me encanta. Así que para el día del maestro les regalé a cada uno
de los maestros que estaban en mi oficina un pequeño alfajor. No tenía mucha
plata…
Más tarde volví de una clase y
los maestros estaban hablando en un rincón. Ya me acostumbré a no entender de
qué hablan, así que no presté demasiada atención. Por eso me sorprendió que
Julie, la maestra de tercero, se acercara a mi escritorio. En su inglés prolijo me preguntó si me gustaba
su enorme ramo de osos de peluche. Se lo había llevado especialmente la madre
de una de sus alumnas hasta la oficina. Teniendo en cuenta que es un colegio de
pupilos donde los padres vienen de distintas ciudades a ver a sus hijos solo
los fines de semana este no es un dato menor. La pregunta me pareció extraña y
un tanto pomposa, pero como todavía no entiendo las dinámicas colectivas en
este país contesté que me encantaba. Alegre sonrió, lo agarró y me lo dio: “Es
tuyo”.
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Añadir leyenda |
Me van a entender cuando les diga
que lo rechacé. Fue instintivo. No recibimos regalos que ya han sido regalados.
Es sencillo: el regalo es para la maestra de tercero, yo no soy la maestra de
tercero, ergo, el regalo no es para mí. Acción a seguir: rechazar regalo.
Julie me miró horrorizada aún
sosteniendo su ramo, y el silencio en la oficina me hizo entender no solo que
algo estaba mal, sino que yo era la principal culpable. Sin saber qué hacer ni
cómo explicar que no lo rechazaba porque ella me lo daba agarré el ramo y
sonreí largo y tendido. Agradecí en chino y no me senté hasta que Julie me
devolvió la sonrisa. Poco a poco empezaron a hablar de otra cosa y todos
volvimos a planificar nuestras clases.
Esa tarde Shane me explicó que es
una práctica muy común regalar algo que te han regalado. Especialmente cuando
no lo vas a utilizar o cuando es un honor haberlo recibido. Regalar lo regalado
te hace admirable y humilde. Es normal y está bien.
Pensar que uno puede regalar esa
horrible remera violeta dos talles más grande de lo debido que no se puede
cambiar porque estaba de oferta sin sentir culpa es agradable.
What a gift!
En la vida del docente están esos
días en los que uno sabe que va a recibir un regalo de sus alumnos que si bien
no tiene el efecto deseado por estos debe ser apreciado efusivamente, porque
para ellos ese pequeño esfuerzo que han hecho por uno significa mucho más que evidentemente
regalar un poco preciso dibujo de su maestra preferida en el que la persiguen
enormes semillas de sandía (este tipo de cosas varían según la región del
planeta aparentemente). Si bien pensé que el pedazo de panqueque lleno de dulce
de leche y algún moquito de los alumnos de primer grado era el regalo más
descartable de todos (obviamente después de pretender que uno lo probó), la
experiencia indica que uno siempre se puede equivocar.
Johnny #1 me miró insistentemente
desde que entré a cuarto grado. Todos sabían lo que iba a hacer, porque poco a
poco lo rodearon frases de apoyo y cantos ansiosos. A paso firme Johnny se
acercó a mi escritorio orgulloso y con la frente en alto. Extendió su mano y me
obsequió lo que explicaría por qué la clase olía tan mal. Resulta que Johnny
había ido a almorzar con su familia a su restaurant favorito: KFC. Se le había
ocurrido que como regalo del día del maestro le podía llevar alitas de pollo a
su maestra de inglés, porque qué mejor que obsequiar algo que se come en
Estados Unidos a una maestra de inglés. Si bien soy casi vegetariana y nunca
comí una alita de pollo porque me dan impresión, el gesto me enterneció a tal
punto que tuve la bolsa en mi escritorio casi toda la clase. Casi.
El Grinch
Cuando uno decide ser docente
muchas veces no sabe qué tipo de docente quiere ser, pero siempre sabemos qué
no queremos ser. Nunca queremos ser un Grinch, esos seres verdes, arrugados,
malhumorados, cerrados y con el corazón diminuto como un grano de arroz (o de
otra cosa). El Grinch de mi vida fue mi maestra de quinto grado. Todavía me
acuerdo del ruido seco y peligroso que hacía esa regla de cristal cuando la
golpeaba contra el escritorio, y de cómo nos gritaba para que nos sentáramos
antes de que contara hasta cinco. Creo que nunca nadie duró más de cinco
minutos parado. Eran otras épocas.
Juré nunca volverme como ella ¿Cómo
podía? ¿Quién podía transformarse en un ser tan detestable?
Nunca digas nunca. Todos somos de
carne y hueso, sobretodo cuando la lista negra de las cosas del día se hace
interminable.
Tener seis clases en un día no parece
mucho tiempo. Ahora, cuando uno se pasa trabajando ese tiempo con seis cursos
de alrededor de cuarenta niños pre-adolescentes, a los que no entendés, quienes
no te entienden y que encima no están interesados en tu clase porque es mucho
más básica y sencilla de lo que pueden hacer, el enseñar se vuelve casi tan
abrumador como trabajar doce horas en un campo de arroz. Y con el calor que
hace en estas aulas seguro que estoy transpirando lo mismo.
Ese mismo día del maestro, cuando
quise empezar mi última clase del día ninguno de los treinta y nueve chicos que
estaban ahí me querían prestar atención. Cuando logré que todos se callaran con
mi técnica de “te miro callada y con los brazos cruzados porque quiero que
hagas silencio YA!!!!!” les pregunté con
mi mejor sonrisa cómo andaban y recibí un “maaaaal” como respuesta. A eso se le
sumó que Tim llegó tarde y gritando a las carcajadas algo en chino que alguien
más tarde me tradujo como “me pegaron”. Al parecer a sus compañeros también les
resultó divertido y se rieron con él. Todos comenzaron a pararse y hablar en un
idioma extraño y que me vuelve una persona muy poco tolerante a la
incertidumbre. Sentí el enojo y la impotencia crecer en mí como no lo sentía
hace años. Y fue en ese momento, entre el agotamiento, el calor, el chino
básico, y el hecho de estar muy lejos de todo y no saber qué hacer que vi la
vara de madera sobre mi escritorio. Agarré la vara y la golpeé lo más fuerte
que pude contra el escritorio. Todos callaron y volvieron a sus asientos. La
carita de Jenny, quien estaba sentada en la primera fila, perdió todo color.
Nadie me miraba a mí, todos miraban a la vara.
Le dije a Tim que se fuera a la
oficina de su profesor y entonces él también empalideció. Me suplicó en chino
que no lo mandara de vuelta a la oficina (esas cosas se entienden) y se tiró al
suelo como un saco de papas. Entendiendo que Tim haría lo posible por no ir lo
ayudé a levantarse y con mi mejor tono posible le mostré con las manos que
podía relajarse pero que tenía que irse a la oficina, que esa había sido mi
decisión. Me costó tomar esa decisión como siempre me cuesta ser intransigente.
Tim empezó a llorar y dejó el aula.
Espero que nadie en ese aula haya
visto esas lágrimas que no pude contener.
Di la clase en un entorno de
apatía y silencio total. Nadie hablaba, nadie participaba, y todos miraban al
suelo cuando los nombraba para responder una pregunta.
Cuando volví a mi departamento
ese día le conté lo que me había pasado a mi vecina mientras luchaba contra las
lágrimas. Yo no lloro. Bueno, sí, pero siempre trato de no hacerlo. Y fallo.
Después de un largo silencio me
explicó que esa vara probablemente la usara el maestro de chino de los chicos
para pegarles en la mano. Y que probablemente ese alumno había recibido un
castigo impensadamente severo por haber vuelto a la oficina en tan poco tiempo.
Sentí que el corazón se me hacía
pequeñito como el del Grinch. Me había convertido en mi maestra de quinto
grado. Esa noche no pude dormir pensando en que hacía tan solo una semana que
había empezado a trabajar y ya era la peor maestra que podía llegar a ser.
Al día siguiente llevé las cajas
de chocolate al colegio y las regalé. Saqué las tarjetas que me habían hecho
los chicos con sus manos y las guardé en mi cajón. Sentí que no las merecía ni
un poco.
Mis pies parecían piedras cuando
subí las escaleras para darle la clase a esos chicos otra vez. Cuando llegué no
estaban gritando ni riéndose. Me esperaban casi en silencio. Quería pedirles
perdón por no entenderlos y por no entender lo que les pasaba, pero sabía que
no me iban a entender nunca, no lo que yo les pudiera decir.
Ellos solo esperaban que yo les
dijera “Hello! How are you?”
para responder un monótono “I’m fine and you?”. Me miré las manos y me
di cuenta que todavía sostenía mis lentes de sol. No los iba a saludar como
siempre, no quería ser yo ese día, no quería ser un Grinch.
Me puse los lentes de sol y
empecé a dar la clase casi sin ver porque cerramos las cortinas para usar el
proyector. Una niña rió y pronto se dieron cuenta que podían relajarse. Esa fue
(casi) mi mejor clase del día. No porque se portaran bien, porque eventualmente
se empezaron a portar terriblemente mal como siempre (y está bien, es la única
clase donde se pueden portar mal sin sufrir muchas consecuencias). Fue
importante darme cuenta que no soy un Grinch, soy una persona con un corazón
muy grande que puede equivocarse y siempre va a hacer lo posible por enmendar
un error.