“Estás muy callado” me aventuré a lanzar al aire mientras
Dave y yo subíamos y bajábamos colinas desde nuestro campamento a la base del
Everest. Dave es el típico muchacho que adoramos en esas fiestas aburridas de
las que queremos irnos cuando apenas llegamos: sus chistes son los mejores, las
monerías y las bromas son su vocación y si nadie habla, él se va a encargar de
hablar por todos. Pero desde que lo había visto llegar a Lhasa que Dave no
decía más que monosílabos y parecía no estar interesado en ninguna de nuestras
charlas.
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Reflexiones camino al Everest |
“No puedo creer lo que veo” compartió con tristeza y se sumergió en silencio. A 5000 mts de altura y caminando demasiado rápido yo podría haber pensado que le faltaba aire, pero entendí qué quería decir. Dave ama China: su organización desorganizada, hablar chino hasta lo que no sabe decir, comer fideos por la mañana y conocer hermosas mujeres de ojos rasgadamente sexy. China es su fuerte y lo defendía con todo artilugio. Sus políticas, su historia, su gente, sus mañas, la cerveza a temperatura ambiente… a veces hasta lo indefendible. Pero estaba viviendo Tibet con tanta intensidad que le costaba seguir manteniendo su rol de fan #1.
No era el único… creo que todos sentíamos algo parecido. Después
de haberme impregnado de China por un año y estar en Tibet una semana, me
sorprendía lo mucho que me costaba hablar sobre mi experiencia. Un “¿Qué tal
China?” era suficiente para sentir ira y tristeza subiendo por mi
garganta y prefería no decir nada. Cierro mis ojos y sé que el Tibet es el
lugar más bello del mundo, pero es ineludible no pensar en lo que los tibetanos
han atravesado a lo largo de la historia y que no te acaricie la conciencia.
“Muchos de nosotros pensamos que nos merecemos lo que nos
pasa” me había dicho nuestro guía mientras intentaba explicar qué era el karma.
Estando entre India y China se podrán imaginar que paz es lo que menos ha
caracterizado la historia del lugar… y puedo asegurar que uno empieza a ver el
karma como el peso que los tibetanos llevan a espaldas mientras rodean el
palacio de Potala por las tardes para cumplir con sus rituales budistas. No es
el suave y natural arqueo de las vértebras lo que los aqueja, sino el peso de
la complejidad de su tierra.
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Inmolaciones: Protestas Tibetanas (Amnistía Internacional) |
Parece hasta absurdo pensar que una población tan silenciosa
y apacible ha sido protagonista de una historia violenta de guerras civiles, de
repetidas invasiones y de breves períodos de independencia que culminaron con
la determinante invasión de China en los años ’50. Podría ponerme a hablar del
conflicto que China tiene con el Tíbet, pero hay muchos que lo hacen mejor que
yo (más abajo les agrego links). Yo prefiero no hablar de números nefastos, de
datos “importantes” y de años clave… porque me quedo con las historias
individuales que me explicaron mejor qué es lo que sienten aquellos que marcaron
mi recorrido.
Conquista el lenguaje y divide a tu gente
Nunca voy a olvidar las palabras del primer tibetano al que
me dirigí en Lhasa “Esto es Tibet, no China”. El comerciante me quitó los
pañuelos descartables de las manos que había agarrado de un estante y los
volvió a guardar. Se me había helado la sangre, pero lo entendí: sólo a mí se
me podía ocurrir preguntar por el precio en chino. El hombre de unos cincuenta
años había compartido conmigo su tristeza por la pérdida de algo que muchos
atesoran porque saben que perecerá: el lenguaje.
Mucho antes de ese encuentro había conocido a dos tibetanos
cuyas diferencias habían inspirado mi viaje: al tímido Norbu y al extrovertido
Cetan, quien me dijo sin ademán que sus amigos lo llamaban Johnny. A Norbu lo
había conocido en un bar de Shanghai durante el año nuevo chino. Me había
escuchado hablar de Dharamsala y no pudo dejar pasar en su precario inglés que
le gustaría ir a conocer al Dalai Lama, quien reside ahí desde que huyó del
Tíbet en el ‘59, pero como es tibetano no puede dejar China. Sus maestros le
habían enseñado bien el mandarín, pero Norbu se rehusaba a hablar con nuestros
amigos chinos a menos que fuera en inglés. Prefería el tibetano, ese era el
lenguaje que su padre le había enseñado a escondidas para poder hablar con sus
abuelos y los vecinos de gran edad. A Cetan, en cambio, lo había conocido en un tren camino a
Shanghai. Johnny estaba estudiando periodismo en la Perla del Oriente y me
decía en su perfecto inglés que no creyera todo lo que escuchaba sobre el
Tíbet. China le había dado la posibilidad de mudarse a la ciudad para estudiar,
y el mandarín era lo que le permitía ir a clases. Inglés era lo que lo ayudaría
a irse de China… eso y el contacto “familiar” que le produciría los papeles
adecuados para realizar el feliz viaje.
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Cetan: Amar Tíbet y vivir en China |
Hablar del Tíbet, más en China, es algo que se presume delicado y es entonces que uno pregunta como caminando sobre algodones. Con ambos me quedó pendiente una pregunta:
¿Qué quiere Tibet?
En su tierra aprendí que es lo que Tibet no quiere:
No quieren puestos policiales en las esquinas que guarden
chalecos antibalas, armas y la orden de reprimir cualquier sospecha de
desobediencia política.
No quieren televisores LED gigantes ni grandes centros
comerciales que les recuerden lo muy consumista que se ha vuelto el pueblo
chino.
No quieren nuevas SUVs ni BMW en las calles que solo unos
pocos podrás comprar, en su mayoría de origen chino.
No quieren controles provinciales que registren papeles de
residencia cada 100 kms.
No quieren que edificios embemáticos y respetados
monasterios sigan siendo utilizados museísticamente para atraer el turismo. Y
definitivamente no quieren que se exhilie a la población de esos lugares para
establecer dichos paseos con facilidad.
No quieren tener que pedir un permiso cada vez que quieren
abandonar su lugar de residencia para visitar otro lugar del Tíbet,
principalmente para ver a su familia. Y no quieren que se les niegue dicho
permiso.
No quieren tener que pedir un permiso para trabajar en otras
regiones del Tíbet. No quieren que ese permiso se venza para así tener que
volver al lugar de procedencia a volver a realizarlo.
No quieren tener que cruzar las montañas ilegalmente para
poder salir del país.
No quieren escuchar la palabra “bienvenidos” en chino cada
vez que cruzan los controles policiales de monasterios y edificios para poder
rezar o realizar trámites. Quizás tampoco quieran que la plaza frente al
palacio de Potala que construyó el gobierno chino se llame “Plaza de la
Liberación”.
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Plaza de la Liberación - Palacio de Potala |
No quieren que sus monjes se corrompan con altos estipendios
que el gobierno chino paga para apaciguar violentas pasiones en defensa del
budismo.
No quieren tener en la memoria el recuerdo de algún familiar
desaparecido o muerta a causa de la práctica del budismo o en defensa de la
independencia de Tibet en años más conflictivos.
No quieren que se les quite la posibilidad de llevar
amuletos de protección porque tienen forma de fajones o cuchillos y a ojos extranjeros al Tíbet
pueden considerarse peligrosos.
Y creo que tampoco quieren recibir fotos del Dalai Lama… de
mano de nadie. Al menos eso es lo que le dije a mi amigo Dave, que tiene un pequeño
revolucionario atado a su bicicleta con ideas no tan buenas. Su idea, después
de lo que había presenciado en Tíbet, era ir de pueblo en pueblo hasta llegar a
la frontera con Xinjiang (otra provincia de China) repartiendo fotos que los
tibetanos iban a arrancarle de la mano a la vez que iban a agradecerle.
Eso no iba a pasar nunca.
El Dalai Lama sigue siendo la figura de más influencia en el
Tíbet. Basta con que él imparta sus creencias para que todos sigan sus
palabras… nadie necesita una foto de él, porque todos saben quién es, y también
porque tenerla es ilegal y el ser visto con una tiene graves consecuencias.
Donde todo comenzó
Esa tarde, cuando Dave se sumió en silencio, mi mente me llevó a aquella imagen que no me va a abandonar nunca. Muchas son las muestras de
lo mucho que China ha cercado al Tíbet para que poco a poco caiga en la
sumisión de su soberanía política, social y cultural, pero nada como lo que
vimos el primer día en Lhasa. Al salir de la abarrotada estación de tren en el centro de Lhasa se pueden ver en cada uno de los postes de luz y muy pequeñas en los umbrales de las casas podíamos ver pequeñas e inmensas
banderas de color rojo con sus cinco estrellas llevando consigo el puñal del
autoritarismo.
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Las banderas de China marcan los límites |
Juro que en el año que estuve en China nunca había visto tantas banderas del país. El mensaje es claro.
Quieren libertad de la real
Libertad es algo que todos queremos, y en Tibet no se quiere nada menos. Quieren tomar decisiones políticas que les corresponden, quiere que
se respete su religión y su forma de vida tal cual es, que sus hijos tengan el
mismo acceso a educación y trabajo que los ciudadanos chinos, que a nadie en su
tierra le falte la comida en el plato ni el acceso a monasterios a rezar por
sus familiares… y quieren esa libertad sin importar si China sigue estando allí
detrás de las montañas moviendo los hilos.
Quieren ser felices independientemente de lo que han vivido y están viviendo. Y aún si tienen que
cruzar el umbral de su puerta y ver esa bandera cada mañana, todos ellos
esbozarán una sonrisa. Porque dentro del límite de esa libertad para sentir
contento con la que se encuentran cada mañana desde hace años, ellos encuentran
la manera de sentir paz y seguir adelante.
Libertad (Dave Lambert) |
En palabras y miradas de cada tibetano.
Para más información sobre el tema de manos de gente que probablemente haya estudiado más que yo:
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