Es injusto me dije
la primera vez que me percaté del problema.
No es poco frecuente toparse con fotos de montañas donde el
sol imprime diseños arabescos, milenarias ciudades que visten infinitos colores
o el ingenio de artistas desplegado en la arquitectura de algún lugar. Estoy
seguro que más de uno vuelve en sí babeando de algún sueño diurno en el trabajo
causado por ver fotos de algún álbum de Pinterest titulado “lugares a los que tienes que ir antes de morir”. Y también estoy segura de que más allá de que
todos tengan algo que nos gusta, hay lugares que nos enamoran más que otros.
Simplemente hay ciertos lugares que nos
llenan las retinas y nos vacían los bolsillos casi al mismo tiempo.
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Infaltable la hamaca paraguaya debajo de la palmera (www.posterdejardin.es). |
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Los miles de fitoplancton bordeando las playas (cde.peru.com). |
A unos pocos meses de estar en China ya había puesto un
destino en el mapa. Pero existía un gran problema, un límite casi físico. No era
el dinero, no era la distancia en este caso, no era el miedo a volar (todos
saben que aunque me tenga que tomar algún elíxir alcohólico o hacer el ridículo
nunca voy a dejar de viajar)… el problema tenía cuatro patas y se bañaba en las
orillas de mi ahora paraíso terrenal. Parejas, sí, de esas de cuerpos
esculturales que celebran su reciente matrimonio. Y no es que no pueda lograr
ese cuerpo escultural, si me dan unos meses. Pero el sólo imaginarme en esas
fotos, sentada no muy lejos de los tórtolos corriendo por la orilla, me hace
acordar a las acotaciones de mi profesora de escritura en la universidad al ver
alguna cosa que me costaba una buena nota: “No sé por qué, pero se ve raro”.
Empecé a sentir una puntada en el pecho que se agudizaba más
y más cada vez que abría una foto de esas. En parte eran los típicos síntomas
del enojo repentino, pero sospechaba que había algo más que superaba mi límite
de tolerancia a la incomodidad. Ver o escuchar sobre las islas hacía que mi
mente entrara en protocolo de alerta y me volviera amnésica. Cuando volvía a la
realidad luego de algún tiempo indefinido la idea de viajar a las Maldivas se
había esfumado.
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Bestias de cuatro patas sobre las costas de Las Maldivas (2.bp.blogspot.com). |
Es injusto me dije.
Es como si ciertos lugares tuvieran un cartel que dijese “Prohibido el Paso
(para solteros, por supuesto)” escrito por mí. Hoy que estoy del otro lado del
mundo y tan cerca ese cartel se ve más grande que nunca.
No soy de esas que aceptan las cosas fácilmente, sobretodo
porque soy muy poco tolerante a la incomodidad. Soy de esas que pintan grafitis
obscenos en carteles como estos y se sienten victoriosas. Así que cuando sentí
que realmente quería ir diseñé un plan maestro para ir a las Maldivas.
El Plan
Mi plan consistía en conseguir un hombre para irme de viaje.
Decirlo es una cosa y hacerlo es otra. Estaba en China hacía
tan solo un par de meses y realmente no había conocido a nadie que realmente me
interesara en Yangzhou. Después de haber conocido al ingeniero austríaco que
resultó tener una inclinación por el nazismo, al italiano que por alguna razón
no quería hablar del alcohol, al norteamericano que negó fútilmente besar a una
de mis amigas mientras salía conmigo y a mi compañero de trabajo canadiense que
literalmente me robó la cerveza de la heladera comunal de los profesores de
inglés, las opciones se volvían increíblemente escasas entre la comunidad de
extranjeros de la ciudad.
¿Por qué no salir con alguien de China? Porque en general no
hablan inglés y yo no hablo chino (hablo muy poco), no me gusta jugar al mahong
y aparentemente según varios conocidos nunca encajaría en el perfil de frágil,
delicada, servicial y sumisa dama en apuros tan popular entre la comunidad
masculina de china.
Con Yangzhou como zona de conflicto decidí ampliar la
búsqueda e incluir Shanghai. Era hora de responderle los mensajes a Michael.
Había conocido al atlético australiano de 35 años de origen
griego en mi primer fin de semana en China. Él recién había llegado de un viaje
de negocios por el interior del país y yo visitaba un bar chino por primera vez.
Ambos estábamos pidiendo algo para tomar cuando su romántica frase nos reunió
en conversación: “Cerveza” me dijo señalando mi pinta de cerveza japonesa con
el dedo “eso no es un trago para chicas”. No sé si fue su risita sarcástica o
que lo que había dicho era una estupidez, pero ofendida y extrañada por el
comentario emprendí mi camino para alejarme de aquel sujeto. Cuando se dio
cuenta que su táctica de persuasión había fallado, me tomó de la mano y se
disculpó por su falta de tacto. Un par de cervezas japonesas después Michael
había logrado lo que nadie había logrado en meses: hacerme sonrojar. Cualquiera
podría decir que después de unas cervezas me sonrojo fácilmente pero no fue
este el caso, realmente había pasado una buena noche.
Para ese entonces todas mis neuronas conectaban a favor de
mi inminente futuro como maestra de inglés en Beijing New Oriental Foreign
Language School in Yangzhou, así que Michael quedó un una segunda dimensión
hasta que empecé a recibir sus mails. Aunque hacía demasiado énfasis en “estos
chinos” o “aquellos chinos”, recibir sus mails me gustaba. Me distraía del
arduo y muchas veces áspero proceso de adaptarme en China. Y, en fin, el
australiano realmente estaba interesado en mí. A quién no le parece eso
atractivo.
Pero he aquí que a medida que pasaban los días empecé a
sentir cómo las ganas de contestarle me empezaban a abandonar. Michael era el
hombre perfecto para mi plan: atlético, trabajador, le gustaba viajar, tenía
una familia numerosa, amaba a su mamá pero la tenía lejos, jugaba con sus
hermanos como si fuera un niño y tenía esa tonadita australiana que me puede.
Pero Michael tenía 34 años y estaba soltero.
Tengo la teoría de que aquel que está soltero después de los
30 algo esconde. Todo el que me conoce bien me ha dicho alguna vez que lo único
malo en eso es mi forma de pensar, más cuando mi edad se está aproximando a ese
número.
Pero ahora tenía un objetivo que requería que hiciera mi teoría
a un lado. Cedí, y cuando muchos días después de no contestarle Michael me
escribió desde Grecia preguntándome si quería que me trajera queso feta y
aceitunas (un poco porque me sentí halagada y un poco porque me gusta el queso
feta y las aceitunas), decidí contestarle. Las Maldivas me estaban esperando y
yo me lo merecía.
Cedí y luego de algunos días sucedió lo que jamás en mi
vida: nos volvimos una típica pareja por mensajes telefónicos, preguntándonos
que estupidez nos había dicho nuestro jefe ese día, cuál era el grado de
polución aérea y qué íbamos a cenar. Aunque pasaba algunos minutos
escribiéndole, me podía pasar horas pensando en él. Como Michael estaba en
Grecia me mandaba fotos de él junto a su padre y sus hermanos, o de él
caminando por la orilla y me mandaba comentarios sobre el color de los peces y
crustáceos y de lo mucho que esperaba volver en verano. Pequeña cosa para
algunos, Michael me estaba haciendo parte de su mundo y esperaba que yo lo
hiciera parte del mío.
Me di cuenta que lo quería hacer parte de mi mundo cuando
después de leer un mensaje bien temprano deseándome un buen día me percaté de
que la canción melosa y demasiado edulcorada que escuchaba de fondo me
resultaba tolerable. Desde ese día mi vida empezó a tener Soundtack otra vez, bailaba
por los pasillos y tenía demasiada energía desde que me levantaba. Me volví una
de esas que todos aborrecemos de vez en cuando.
Y un buen día Michael me invitó a salir.
Sólo me tomó una noche para darme cuenta de todo lo que
quería, cuánto lo quería y de todo lo que definitivamente NO quería. Esa noche
será conocida en mi anecdotario como: “La Noche en que Eché al Muchacho de mi
Propia Cita”.
La Cita
Zora me había invitado a conocer su casa en Shanghai, pero
en lo único que podía pensar además de en comprar pan francés, fruta que
conociera de nombre y queso, era la cita con mi enamorado telefónico.
Ver a Michael nuevamente me había hecho sonrojar. Lo vi
mucho más atractivo de lo que recordaba. Alto, de ancha espalda, sus canas
grises aquí y allá en su perfecto peinado y un perfume que ya me había
cautivado en otra oportunidad. Su voz era distinta a la que recordaba, como la
voz de un extraño. Pero no faltó mucho para que la imagen de Michael cayera en
el lugar adecuado. De buenas a primeras Michael empezó a meter la pata.
Yo soy una dama. Punto.
Cuando días antes de ese viernes yo le había dicho a Michael
que quería ir a mi cervecería favorita en Shanghai, The Boxing Cat, y tomar una
pinta de cerveza de jengibre comiendo un plato atiborrado de papas fritas, era cierto.
Pero para qué ir a una cervecería popular entre los populares de Shanghai y que
encima quedaba a pocas cuadras de mi hostel, si había un restaurant de comida
china muy bueno más cerca. Granny’s mummy, el restaurant en cuestión, convenientemente
a la vuelta de la esquina del hotel donde Michael estaba parando, tenía a todas
sus momias de mármol en la puerta pero estaba claramente cerrado.
Mmmmmmmmm... cerveza! (1.bp.blogspot.com). |
No había problema alguno, Robert sabía que el restaurant
japonés del hotel era muy bueno. Robert era un amigo de Michael, y como este
temía por la integridad social de su amigo si este cenaba solo, lo había invitado.
Al parecer yo no era la única atacada por los nervios esa noche, pero al menos
no había invitado a ninguna amiga de chaperona. De todas maneras yo no soy de
hacer berrinche, la mayoría de las veces, y la presencia de Robert en la cena
me hacía sentir más cómoda, menos responsable de silencios incómodos.
Un punto menos por invitar a chaperón.
Ser casi vegetariana en un restaurant japonés en China no
era una a favor. Todos acá sabemos que estos restaurantes Tappenyaki son el
paraíso de un comecarne con una billetera abultada. Si antes me estaba costando
volverme al vegetarianismo en China Michael no ponía su granito de arena. Yo no
era vegetariana, tenía que dejar de mentir ¿Cierto, Robert? Robert había
insistido en pedir vegetales, pero todo lo que llegó a la mesa fue un plato de
sushi y sashimi, que costaba más que el alquiler de un departamento en Buenos
Aires, y mi simple sopa de zapallo que justificaba que se me hubiera dado un
menú.
Un punto menos por autoritarismo anti-vegetales.
Varias botellas de cerveza Asahi y un par de jarras de sake
después logré olvidarme de la evidente falta de cortesía. Pero Michael
demostraría tener todas las cualidades para hacer de esa noche algo para lo que
nadie tiene paciencia.
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Menú en un Tappenyaki: tooooooooooodo tiene carne. Adiós cerveza con papas fritas. |
De repente mi nombre se volvía tema de conversación. Para
Michael decir Sofía era sinónimo de decir Sofía Vergara. Aparentemente yo era
tan exótica como ella o una serpiente, ¿Cierto, Robert? Lo exótico era
rejuvenecedor, pero no lo demasiado exótico, como las chinas. No creo que el
largo y detallado monólogo sobre cómo las chinas eran demasiado planas, olían
mal, no podían articular palabra y lo único que querían era sacarle el dinero a
algún extranjero explicaba por qué observaba con tanto detenimiento a la
preciosa mesera que se acercaba a cada rato cuando él la llamaba para traer más
alcohol.
Un punto menos por llamarme exótica sin saber lo que la
palabra significaba, dos o más puntos menos por mirar a otra mujer en plena
cita.
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Para el que no sabe quién es Sofía Vergara (blogcu.com). |
Su amigo cedía su atención a su teléfono móvil de a ratos
para contestar mensajes de lo que pienso era solo una mujer, mientras yo
intentaba reconocer algo del hombre que me había conquistado en tan poco tiempo
en aquel nazi comecarne que hablaba sólo en jerga machista. Sin entender
palabra de lo que Michael decía a esa altura de la noche me distraje en el
entramado del techo del elegante restaurante. Me vi desde ese mismo techo
teniendo una cena con alguien que tenía mucho coraje para criticar a hermosas
núbiles chinas por no hablar inglés cuando él no articulaba palabra en su
idioma aún viviendo en China hacía tres años. Me vi apartando al langostino de
saltones ojos negros que Michael había puesto en mi plato para probar que yo no
era vegetariana. Me ví rogando fútilmente con la mirada a Robert que cambiara de
tema cuando Michael sacó su teléfono móvil para mostrarme una foto donde
sostenía entre sus piernas un enorme y ensangrentado pez que él había pescado.
Un punto menos por intentar explicar por qué la pantalla
estaba toda quebrada. Todos sabemos que esas cosas son de borrachos. Nada de
historias donde se persigue a ladrones callejeros por la calle que, en pánico
ante el temible australiano, tiraran el teléfono móvil al suelo previo a huir.
Michael evidentemente no era el hombre para mí, pero había algo
que no me dejaba salir corriendo de ese lugar, algo alojado muy adentro cerca
de la boca del estómago. Tuve que aislarme de todo sonido externo y aquietar
mis emociones para poder escuchar la voz detrás de las fuertes pulsiones en mi
interior. Primero ininteligible pero poco a poco cargada de energía y
prometiendo iluminación empecé a escucharla más claramente. Firme y sólida la
voz me decía “hacelo por las Maldivas”.
Y lo hice, me quedé por mi ridícula obsesión por las
Maldivas. La noche estaba muy lejos de terminarse, pero muy dentro mío, y a
medida que Michael dejaba de respirar para abrir la boca y articular palabras,
yo sabía que la cita ya se había terminado. No sin antes algunos golpes.
Robert se había disculpado, pero Michael no volvería a ser
el mismo después del tremendo derechazo debajo de las costillas de su “amigo”.
Luego de que Robert lo tirara al suelo de un golpe, Michael había perdido un
botón de la camisa y su integridad. El problema claramente había surgido
después de varias veces Michael le preguntara a su amigo por qué no se iba y
nos dejaba solos. Si me hubieran invitado para hacer de una cita algo más
informal y me intentaran echar cada dos segundos, yo hubiera golpeado a Michael
mucho antes que Robert.
Punto para Robert.
Robert estaba profundamente apenado y se había disculpado ya
más de lo necesario, pero antes de la medianoche el victimario huyó discretamente
para encontrarse con su dama.
Lo extrañé el resto de la noche.
Su ego estaba lastimado, pero Michael no dejaría que eso le
robara su noche. Finalmente, muchas botellas de alcohol japonés después, me
invitó a conocer una cervecería artesanal. Después de todo yo quería probar la
auténtica cerveza artesanal de Shanghai, ¿Cierto? Sería el turno de Shanghai
Brewery.
Eeeeeeehm, punto… para el australiano.
Me tomó del brazo y rodeándome el cuerpo me abrazó con
ternura mientras íbamos caminando por la costanera del río Yantgze. El me
hablaba de la arquitectura colonial del lugar con poca precisión, pero no
importaba. Yo yo me abandoné a mí misma en mi fantasía maldivense por unos
momentos ¿Por qué darme por vencida? La noche era demasiado joven. Michael
todavía tenía que mostrar quién era. Tenía que darle una oportunidad. Se la doy
a mis alumnos todos los días, ¿Por qué no a él?
Un punto menos para mí. Por Boluda.
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El Bund de noche (vacationsideas.com) |
Después de tirarle una pinta entera de cerveza encima del
vestido a tu cita cualquier hombre se daría cuenta que la noche ya estaba
terminada. Más cuando antes de hacerlo le había confesado a la dama que jamás
querría visitar su tierra natal por ser un país sudamericano tercermundista.
Pero más claramente debería dicha dama darse cuenta de que ya no había por qué
estar ahí cuando el barman de la
cervecería le preguntase “¿Querés que
nos sumemos a tu mesa y hablemos con él para que no te moleste más?”.
Muchos puntos menos para mí. No me fui.
No recuerdo con lujo de detalles lo que sucedió luego de
salir de la cervecería. Recuerdo cruzarme a la una mendiga que Michael había echado cuando ésta le pidió dinero. En su arraigado Shangainés me repetía “hombre malo”, mientras
señalaba a Michael. Me recuerdo entrando a un lujoso hotel donde había un KTV (Karaoke chino) al que me invitó un grupo de chinos al escucharme cantar en el ascensor. Me recuerdo
bailando salsa en un bar cubano… no mucho más.
Sí recuerdo que el último intento de Michael por conquistarme involucraba un bar cubano con la mejor vista de los rascacielos de Pudong. De más está aclarar que las ventanas del bar estaban cerradas, así que cansada, y preguntándome algo confundida cuántos tragos tenía en mi haber esa noche, me senté en la barra.
No sería extremo machismo, maldad, torpeza ni total falta de
conexión sino un pedazo de papel el verdugo de la noche. Mientras mi hombre me
declaraba unas románticas palabras a la luz de las lámparas de los años ’20,
una línea destacada en rojo furioso en el menú del bar se robó mi atención por
completo: “Cosmopolitan al Argentinísimo Malbec”. Me volví sorda a la falta de
originalidad del discurso, sólo tenía oídos para oír lo que mi corazón tenía
que decir.
Malbec. Una palabra afrancesada para muchos. Para mí, en un
mundo que no me ofrecía un café dónde desayunar mi café con leche y medialunas,
que no me dejaba compartir el mate con amigos, que postergaba una copa de vino
tinto junto a mi papá un domingo y que me dejaba a merced de un australiano
egocéntrico de 34 años, ver esa palabra me dio un refugio.
No podía quitar la vista del menú. Desgraciadamente me había
dado cuenta de algo triste pero revelador: ver una pequeña porción de mi país
en un pedazo de papel me había hecho más feliz esa noche que hablar con Michael
durante esos tres meses.
No iba a ir a las Maldivas, no con él.
Le tomé una mano para callar sus palabras, le sonreí y, tratando de lastimar su evidente ego lo menos posible, le expliqué que me tenía
que ir. Pero si mal no recuerdan, la noche terminaría conmigo echando a Michael
del lugar.
En mi país llamamos “manotazo de ahogado” a aquel intento
por mantener una situación que se sabe es imposible de mantener. Michael era
uno de esos que no tenía talento ni para eso. Si yo pensaba que
ya había hecho todo lo posible por arruinar una cita, estaba equivocada. Todavía
tenía que demostrar ser poco inteligente. Lo que dijo fue algo así como “Eras
una de mis dos opciones, pero hoy en día sos mi única opción” y seguido a eso,
y cuando me vio revolear los ojos descreída de la situación, agregó “no, no me
entendés, tu inglés no es tan bueno”.
Habiendo hecho mérito tuvo que ser echado del lugar. Cerré los ojos
y le dije que cuando los abriera tendría que haberse ido. Cuando los abrí
Michael se había ido.
Esa semana había aprendido a dar direcciones en chino. Le agradezco a mi cerebro ser tan memorioso incluso en situaciones en que no estoy tan lúcida. Llegué al hostel no mucho después de las 2 am. Una resaca después, la pesadilla había terminado.
Esa semana había aprendido a dar direcciones en chino. Le agradezco a mi cerebro ser tan memorioso incluso en situaciones en que no estoy tan lúcida. Llegué al hostel no mucho después de las 2 am. Una resaca después, la pesadilla había terminado.
Moraleja
No he ido a las Maldivas. Pero aún así,
sin haberme hamacado en aquella hamaca, sin haber visto las olas bordeadas por
aquellas luces naturales, siento que de todas maneras hice un viaje con esta
historia.
Esa primera y última cita, y todas mis experiencias
“amorosas” en China, me han mostrado algo de mí que pensé que estaba un poco
perdido.
Cuando estábamos cenando en el restaurant japonés, pude
llenar un solo silencio incómodo hablando de lo mucho que me gustaba viajar.
Nunca me imaginé que las Maldivas iban a ser un tema de conversación y menos
que yo no las mencionara primero. Michael nos dijo que uno de sus sueños era
visitar las paradisíacas islas.
Yo no le había hablado de mi obsesión, ir a las Maldivas
también era su sueño y probablemente por la misma razón. Él no sólo quería ir a
las Maldivas, sino que una cálida sonrisa me había demostrado que él sentía lo
mismo que yo: que habernos conocido nos había dado la posibilidad de encontrar
a nuestro compañero de viaje.
Pero tengo que admitir que no armé mentalmente las valijas
cuando dijo “podemos ir, ¿No?”. Fue todo lo contrario. Una parte de mí se fue
del restaurant cuando dijo eso, mi otra parte se imaginó esas vacaciones.
Se me heló la sangre. Me imaginé protagonista en esas fotos
de las que tanto hablé, ambos mirando el atardecer mientras él intentaba
abrazarme y yo me escapaba de sus grandes manos. Lo único que sentí fue
soledad. Es decir, cómo podía haber considerado ir a las Maldivas con alguien
que idolatraba las películas de Sylvester Stallone y no sabía quién era Gandhi.
Esa noche entendí que ese peso que sentía presionándome el pecho cada vez que veía fotos de las Maldivas no tenía que ver con no poder viajar. Ese vacío, esa sensación de falta tenía que ver con que no tenía a
nadie con quién compartir un viaje tan bello. Y no me refiero a viajar a las
Maldivas, me refiero al viaje de mi vida.
No sientan pena. Esto no se trata de mirar a un costado, se
trata precisamente de mirar con intensidad y apreciar lo que se encuentra. Cuando supe
qué era lo que sentía en realidad, no descubrí en mí más que alivio y una
enorme felicidad. Verán, me permití realmente querer a alguien una sola vez en
mis 28 años, y cuando decidí ponerle fin a una historia que se había robado
gran parte de mi capacidad de amar, pensé que no lo iba a poder hacer nunca más.
Lo vi, lo pensé, lo sentí, lo bebí por muchísimo tiempo… hasta que decidí
volver a mirar hacia adentro.
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Venir a China, ya lo he dicho, fue parte de un plan para re-conocerme
a mí misma en el contexto más incómodo posible. Hallar las piezas y armar el
rompecabezas otra vez. Y adivinen qué, saber que uno quiere compartir sus días
con alguien es un hallazgo, es parte de ese proceso. O al menos lo es para mí,
que soy una persona difícil a la hora de enamorarme.
Uno podría pensar que cuando me despierto a la mañana y miro
la porción de mi cama donde nadie duerme, me entristece. Pero no es lo que
sucede, sino todo lo contrario. Está bien que yo soy de las que duerme hecha
una bolita a un costado, pero eso no quiere decir que exista un vacío. Todo lo
que veo ahí es un espacio para la posibilidad. Me gusta pensar que hay un lugar
en mi vida para alguien que me deje cuidarlo como me gusta cuidar de mi gente.
Y me gusta pensar que hay alguien ahí afuera que quiere abrazarme y no dejarme
salir de la cama hasta muy tarde un domingo la mañana. Pienso que me estoy
levantando demasiado temprano… los domingos se hicieron para dormir ¿No?
Y si todavía se preguntan por qué decidí escribir sobre todo
esto, sí hay una razón. Estaba sentada en uno de los jardines que mira al Taj
Mahal en la antigua ciudad de Agra hace algunas semanas cuando sentí que ya no
estaba sola. Sentí que quien quiera que sea no está lejos. Quizás haya sido el
estar en ese altar al amor eterno (suena terriblemente meloso cuando uno lo
dice sin estar en ese lugar, pero imaginen que estoy ahí) y todo lo que significaba,
pero al menos entendí algo de mí y de mi vida. Si no poder querer a nadie
estaba relacionado a no poder quererme a mí misma, el problema ya está
resuelto.
Todavía me quedan unos cincuenta años antes de que
desaparezcan las Maldivas.
Bien Sofi!!!!!! Me alegra mucho tu encuentro con vos, ahora él llegará por añadidura, un beso enorme!!!!!!!
ResponderEliminarVamos a ver quién se me cruza... =)
EliminarSi me das un año, tal vez no crucemos ajaj. Suerte con ese temita sofi (:
ResponderEliminarYa estoy de vuelta en Argentina! Espero que te guste muchísimo China!
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