jueves, 13 de marzo de 2014

Sobre las Maldivas, una Cita en China y Caer en la Realidad

Es injusto me dije la primera vez que me percaté del problema.

No es poco frecuente toparse con fotos de montañas donde el sol imprime diseños arabescos, milenarias ciudades que visten infinitos colores o el ingenio de artistas desplegado en la arquitectura de algún lugar. Estoy seguro que más de uno vuelve en sí babeando de algún sueño diurno en el trabajo causado por ver fotos de algún álbum de Pinterest titulado “lugares a los que tienes que ir antes de morir”. Y también estoy segura de que más allá de que todos tengan algo que nos gusta, hay lugares que nos enamoran más que otros. Simplemente hay ciertos lugares que  nos llenan las retinas y nos vacían los bolsillos casi al mismo tiempo.

Para mí, soñar con las Maldivas se había vuelto una adicción tan grande como comer helado de dulce de leche o papas fritas. Si cerraba los ojos me podía ver meciéndome en una hamaca paraguaya a la sombra de una palmera, haciendo la plancha por horas o caminando a la luz de la luna por la orilla iluminada por los miles de fitoplancton que viven ahí. En la oficina, en casa, yendo a casa, en el colectivo, en la clase de spinning mientras el resto bailaba en la bicicleta y sí, alguna en clase buscaba información de vuelos, alojamiento, actividades, religión de los locales, fruta autóctona, canción pop del momento en el lugar, historias de viajeros… dándome cuenta de una única cosa: yo tenía que ir a ese lugar.

Situado an noroeste de las costas de India y cerca de Sri Lanka, Las Maldivas son el país más bajo del mundo, lo que permite que la vida acuática sea única y sus playas paraísos terrenales. Se dice que debido al calentamiento global y el descongelamiento de los glaciares, Las Maldivas desaparecerán en menos de 50 años (es.blog.hotelnights.com).
Infaltable la hamaca paraguaya debajo de la palmera (www.posterdejardin.es).
Los miles de fitoplancton bordeando las playas (cde.peru.com).
A unos pocos meses de estar en China ya había puesto un destino en el mapa. Pero existía un gran problema, un límite casi físico. No era el dinero, no era la distancia en este caso, no era el miedo a volar (todos saben que aunque me tenga que tomar algún elíxir alcohólico o hacer el ridículo nunca voy a dejar de viajar)… el problema tenía cuatro patas y se bañaba en las orillas de mi ahora paraíso terrenal. Parejas, sí, de esas de cuerpos esculturales que celebran su reciente matrimonio. Y no es que no pueda lograr ese cuerpo escultural, si me dan unos meses. Pero el sólo imaginarme en esas fotos, sentada no muy lejos de los tórtolos corriendo por la orilla, me hace acordar a las acotaciones de mi profesora de escritura en la universidad al ver alguna cosa que me costaba una buena nota: “No sé por qué, pero se ve raro”.
Bestias de cuatro patas sobre las costas de Las Maldivas (2.bp.blogspot.com).
Empecé a sentir una puntada en el pecho que se agudizaba más y más cada vez que abría una foto de esas. En parte eran los típicos síntomas del enojo repentino, pero sospechaba que había algo más que superaba mi límite de tolerancia a la incomodidad. Ver o escuchar sobre las islas hacía que mi mente entrara en protocolo de alerta y me volviera amnésica. Cuando volvía a la realidad luego de algún tiempo indefinido la idea de viajar a las Maldivas se había esfumado.

Es injusto me dije. Es como si ciertos lugares tuvieran un cartel que dijese “Prohibido el Paso (para solteros, por supuesto)” escrito por mí. Hoy que estoy del otro lado del mundo y tan cerca ese cartel se ve más grande que nunca.

No soy de esas que aceptan las cosas fácilmente, sobretodo porque soy muy poco tolerante a la incomodidad. Soy de esas que pintan grafitis obscenos en carteles como estos y se sienten victoriosas. Así que cuando sentí que realmente quería ir diseñé un plan maestro para ir a las Maldivas.

El Plan

Mi plan consistía en conseguir un hombre para irme de viaje.

Decirlo es una cosa y hacerlo es otra. Estaba en China hacía tan solo un par de meses y realmente no había conocido a nadie que realmente me interesara en Yangzhou. Después de haber conocido al ingeniero austríaco que resultó tener una inclinación por el nazismo, al italiano que por alguna razón no quería hablar del alcohol, al norteamericano que negó fútilmente besar a una de mis amigas mientras salía conmigo y a mi compañero de trabajo canadiense que literalmente me robó la cerveza de la heladera comunal de los profesores de inglés, las opciones se volvían increíblemente escasas entre la comunidad de extranjeros de la ciudad.

¿Por qué no salir con alguien de China? Porque en general no hablan inglés y yo no hablo chino (hablo muy poco), no me gusta jugar al mahong y aparentemente según varios conocidos nunca encajaría en el perfil de frágil, delicada, servicial y sumisa dama en apuros tan popular entre la comunidad masculina de china.
Con Yangzhou como zona de conflicto decidí ampliar la búsqueda e incluir Shanghai. Era hora de responderle los mensajes a Michael.

Había conocido al atlético australiano de 35 años de origen griego en mi primer fin de semana en China. Él recién había llegado de un viaje de negocios por el interior del país y yo visitaba un bar chino por primera vez. Ambos estábamos pidiendo algo para tomar cuando su romántica frase nos reunió en conversación: “Cerveza” me dijo señalando mi pinta de cerveza japonesa con el dedo “eso no es un trago para chicas”. No sé si fue su risita sarcástica o que lo que había dicho era una estupidez, pero ofendida y extrañada por el comentario emprendí mi camino para alejarme de aquel sujeto. Cuando se dio cuenta que su táctica de persuasión había fallado, me tomó de la mano y se disculpó por su falta de tacto. Un par de cervezas japonesas después Michael había logrado lo que nadie había logrado en meses: hacerme sonrojar. Cualquiera podría decir que después de unas cervezas me sonrojo fácilmente pero no fue este el caso, realmente había pasado una buena noche.
De cerveza japonesa y comentarios extraños.

Para ese entonces todas mis neuronas conectaban a favor de mi inminente futuro como maestra de inglés en Beijing New Oriental Foreign Language School in Yangzhou, así que Michael quedó un una segunda dimensión hasta que empecé a recibir sus mails. Aunque hacía demasiado énfasis en “estos chinos” o “aquellos chinos”, recibir sus mails me gustaba. Me distraía del arduo y muchas veces áspero proceso de adaptarme en China. Y, en fin, el australiano realmente estaba interesado en mí. A quién no le parece eso atractivo.

Pero he aquí que a medida que pasaban los días empecé a sentir cómo las ganas de contestarle me empezaban a abandonar. Michael era el hombre perfecto para mi plan: atlético, trabajador, le gustaba viajar, tenía una familia numerosa, amaba a su mamá pero la tenía lejos, jugaba con sus hermanos como si fuera un niño y tenía esa tonadita australiana que me puede. Pero Michael tenía 34 años y estaba soltero.
Tengo la teoría de que aquel que está soltero después de los 30 algo esconde. Todo el que me conoce bien me ha dicho alguna vez que lo único malo en eso es mi forma de pensar, más cuando mi edad se está aproximando a ese número.

Pero ahora tenía un objetivo que requería que hiciera mi teoría a un lado. Cedí, y cuando muchos días después de no contestarle Michael me escribió desde Grecia preguntándome si quería que me trajera queso feta y aceitunas (un poco porque me sentí halagada y un poco porque me gusta el queso feta y las aceitunas), decidí contestarle. Las Maldivas me estaban esperando y yo me lo merecía.

Cedí y luego de algunos días sucedió lo que jamás en mi vida: nos volvimos una típica pareja por mensajes telefónicos, preguntándonos que estupidez nos había dicho nuestro jefe ese día, cuál era el grado de polución aérea y qué íbamos a cenar. Aunque pasaba algunos minutos escribiéndole, me podía pasar horas pensando en él. Como Michael estaba en Grecia me mandaba fotos de él junto a su padre y sus hermanos, o de él caminando por la orilla y me mandaba comentarios sobre el color de los peces y crustáceos y de lo mucho que esperaba volver en verano. Pequeña cosa para algunos, Michael me estaba haciendo parte de su mundo y esperaba que yo lo hiciera parte del mío.

Me di cuenta que lo quería hacer parte de mi mundo cuando después de leer un mensaje bien temprano deseándome un buen día me percaté de que la canción melosa y demasiado edulcorada que escuchaba de fondo me resultaba tolerable. Desde ese día mi vida empezó a tener Soundtack otra vez, bailaba por los pasillos y tenía demasiada energía desde que me levantaba. Me volví una de esas que todos aborrecemos de vez en cuando.

Y un buen día Michael me invitó a salir.

Sólo me tomó una noche para darme cuenta de todo lo que quería, cuánto lo quería y de todo lo que definitivamente NO quería. Esa noche será conocida en mi anecdotario como: “La Noche en que Eché al Muchacho de mi Propia Cita”.

La Cita

Zora me había invitado a conocer su casa en Shanghai, pero en lo único que podía pensar además de en comprar pan francés, fruta que conociera de nombre y queso, era la cita con mi enamorado telefónico.
Ver a Michael nuevamente me había hecho sonrojar. Lo vi mucho más atractivo de lo que recordaba. Alto, de ancha espalda, sus canas grises aquí y allá en su perfecto peinado y un perfume que ya me había cautivado en otra oportunidad. Su voz era distinta a la que recordaba, como la voz de un extraño. Pero no faltó mucho para que la imagen de Michael cayera en el lugar adecuado. De buenas a primeras Michael empezó a meter la pata.

Yo soy una dama. Punto.
Mmmmmmmmm... cerveza! (1.bp.blogspot.com).
Cuando días antes de ese viernes yo le había dicho a Michael que quería ir a mi cervecería favorita en Shanghai, The Boxing Cat, y tomar una pinta de cerveza de jengibre comiendo un plato atiborrado de papas fritas, era cierto. Pero para qué ir a una cervecería popular entre los populares de Shanghai y que encima quedaba a pocas cuadras de mi hostel, si había un restaurant de comida china muy bueno más cerca. Granny’s mummy, el restaurant en cuestión, convenientemente a la vuelta de la esquina del hotel donde Michael estaba parando, tenía a todas sus momias de mármol en la puerta pero estaba claramente cerrado.
No había problema alguno, Robert sabía que el restaurant japonés del hotel era muy bueno. Robert era un amigo de Michael, y como este temía por la integridad social de su amigo si este cenaba solo, lo había invitado. Al parecer yo no era la única atacada por los nervios esa noche, pero al menos no había invitado a ninguna amiga de chaperona. De todas maneras yo no soy de hacer berrinche, la mayoría de las veces, y la presencia de Robert en la cena me hacía sentir más cómoda, menos responsable de silencios incómodos.

Un punto menos por invitar a chaperón.

Ser casi vegetariana en un restaurant japonés en China no era una a favor. Todos acá sabemos que estos restaurantes Tappenyaki son el paraíso de un comecarne con una billetera abultada. Si antes me estaba costando volverme al vegetarianismo en China Michael no ponía su granito de arena. Yo no era vegetariana, tenía que dejar de mentir ¿Cierto, Robert? Robert había insistido en pedir vegetales, pero todo lo que llegó a la mesa fue un plato de sushi y sashimi, que costaba más que el alquiler de un departamento en Buenos Aires, y mi simple sopa de zapallo que justificaba que se me hubiera dado un menú.

Un punto menos por autoritarismo anti-vegetales.
Menú en un Tappenyaki: tooooooooooodo tiene carne. Adiós cerveza con papas fritas.
Varias botellas de cerveza Asahi y un par de jarras de sake después logré olvidarme de la evidente falta de cortesía. Pero Michael demostraría tener todas las cualidades para hacer de esa noche algo para lo que nadie tiene paciencia.

De repente mi nombre se volvía tema de conversación. Para Michael decir Sofía era sinónimo de decir Sofía Vergara. Aparentemente yo era tan exótica como ella o una serpiente, ¿Cierto, Robert? Lo exótico era rejuvenecedor, pero no lo demasiado exótico, como las chinas. No creo que el largo y detallado monólogo sobre cómo las chinas eran demasiado planas, olían mal, no podían articular palabra y lo único que querían era sacarle el dinero a algún extranjero explicaba por qué observaba con tanto detenimiento a la preciosa mesera que se acercaba a cada rato cuando él la llamaba para traer más alcohol.
Para el que no sabe quién es Sofía Vergara (blogcu.com).
Un punto menos por llamarme exótica sin saber lo que la palabra significaba, dos o más puntos menos por mirar a otra mujer en plena cita.

Su amigo cedía su atención a su teléfono móvil de a ratos para contestar mensajes de lo que pienso era solo una mujer, mientras yo intentaba reconocer algo del hombre que me había conquistado en tan poco tiempo en aquel nazi comecarne que hablaba sólo en jerga machista. Sin entender palabra de lo que Michael decía a esa altura de la noche me distraje en el entramado del techo del elegante restaurante. Me vi desde ese mismo techo teniendo una cena con alguien que tenía mucho coraje para criticar a hermosas núbiles chinas por no hablar inglés cuando él no articulaba palabra en su idioma aún viviendo en China hacía tres años. Me vi apartando al langostino de saltones ojos negros que Michael había puesto en mi plato para probar que yo no era vegetariana. Me ví rogando fútilmente con la mirada a Robert que cambiara de tema cuando Michael sacó su teléfono móvil para mostrarme una foto donde sostenía entre sus piernas un enorme y ensangrentado pez que él había pescado.

Un punto menos por intentar explicar por qué la pantalla estaba toda quebrada. Todos sabemos que esas cosas son de borrachos. Nada de historias donde se persigue a ladrones callejeros por la calle que, en pánico ante el temible australiano, tiraran el teléfono móvil al suelo previo a huir.

Michael evidentemente no era el hombre para mí, pero había algo que no me dejaba salir corriendo de ese lugar, algo alojado muy adentro cerca de la boca del estómago. Tuve que aislarme de todo sonido externo y aquietar mis emociones para poder escuchar la voz detrás de las fuertes pulsiones en mi interior. Primero ininteligible pero poco a poco cargada de energía y prometiendo iluminación empecé a escucharla más claramente. Firme y sólida la voz me decía “hacelo por las Maldivas”.

Y lo hice, me quedé por mi ridícula obsesión por las Maldivas. La noche estaba muy lejos de terminarse, pero muy dentro mío, y a medida que Michael dejaba de respirar para abrir la boca y articular palabras, yo sabía que la cita ya se había terminado. No sin antes algunos golpes.

Robert se había disculpado, pero Michael no volvería a ser el mismo después del tremendo derechazo debajo de las costillas de su “amigo”. Luego de que Robert lo tirara al suelo de un golpe, Michael había perdido un botón de la camisa y su integridad. El problema claramente había surgido después de varias veces Michael le preguntara a su amigo por qué no se iba y nos dejaba solos. Si me hubieran invitado para hacer de una cita algo más informal y me intentaran echar cada dos segundos, yo hubiera golpeado a Michael mucho antes que Robert.

Punto para Robert.

Robert estaba profundamente apenado y se había disculpado ya más de lo necesario, pero antes de la medianoche el victimario huyó discretamente para encontrarse con su dama.

Lo extrañé el resto de la noche.

Su ego estaba lastimado, pero Michael no dejaría que eso le robara su noche. Finalmente, muchas botellas de alcohol japonés después, me invitó a conocer una cervecería artesanal. Después de todo yo quería probar la auténtica cerveza artesanal de Shanghai, ¿Cierto? Sería el turno de Shanghai Brewery.

Eeeeeeehm, punto… para el australiano.

Me tomó del brazo y rodeándome el cuerpo me abrazó con ternura mientras íbamos caminando por la costanera del río Yantgze. El me hablaba de la arquitectura colonial del lugar con poca precisión, pero no importaba. Yo yo me abandoné a mí misma en mi fantasía maldivense por unos momentos ¿Por qué darme por vencida? La noche era demasiado joven. Michael todavía tenía que mostrar quién era. Tenía que darle una oportunidad. Se la doy a mis alumnos todos los días, ¿Por qué no a él?
El Bund de noche (vacationsideas.com)
Un punto menos para mí. Por Boluda.

Después de tirarle una pinta entera de cerveza encima del vestido a tu cita cualquier hombre se daría cuenta que la noche ya estaba terminada. Más cuando antes de hacerlo le había confesado a la dama que jamás querría visitar su tierra natal por ser un país sudamericano tercermundista. Pero más claramente debería dicha dama darse cuenta de que ya no había por qué estar ahí cuando el barman  de la cervecería le preguntase  “¿Querés que nos sumemos a tu mesa y hablemos con él para que no te moleste más?”.

Muchos puntos menos para mí. No me fui.

No recuerdo con lujo de detalles lo que sucedió luego de salir de la cervecería. Recuerdo cruzarme a la una mendiga que Michael había echado cuando ésta le pidió dinero. En su arraigado Shangainés me repetía “hombre malo”, mientras señalaba a Michael. Me recuerdo entrando a un lujoso hotel donde había un KTV (Karaoke chino) al que me invitó un grupo de chinos al escucharme cantar en el ascensor. Me recuerdo bailando salsa en un bar cubano… no mucho más.

Sí recuerdo que el último intento de Michael por conquistarme involucraba un bar cubano con  la mejor vista de los rascacielos de Pudong. De más está aclarar que las ventanas del bar estaban cerradas, así que cansada, y preguntándome algo confundida cuántos tragos tenía en mi haber esa noche, me senté en la barra.

No sería extremo machismo, maldad, torpeza ni total falta de conexión sino un pedazo de papel el verdugo de la noche. Mientras mi hombre me declaraba unas románticas palabras a la luz de las lámparas de los años ’20, una línea destacada en rojo furioso en el menú del bar se robó mi atención por completo: “Cosmopolitan al Argentinísimo Malbec”. Me volví sorda a la falta de originalidad del discurso, sólo tenía oídos para oír lo que mi corazón tenía que decir.

Malbec. Una palabra afrancesada para muchos. Para mí, en un mundo que no me ofrecía un café dónde desayunar mi café con leche y medialunas, que no me dejaba compartir el mate con amigos, que postergaba una copa de vino tinto junto a mi papá un domingo y que me dejaba a merced de un australiano egocéntrico de 34 años, ver esa palabra me dio un refugio.

No podía quitar la vista del menú. Desgraciadamente me había dado cuenta de algo triste pero revelador: ver una pequeña porción de mi país en un pedazo de papel me había hecho más feliz esa noche que hablar con Michael durante esos tres meses.

No iba a ir a las Maldivas, no con él.

Le tomé una mano para callar sus palabras, le sonreí y, tratando de lastimar su evidente ego lo menos posible, le expliqué que me tenía que ir. Pero si mal no recuerdan, la noche terminaría conmigo echando a Michael del lugar.

En mi país llamamos “manotazo de ahogado” a aquel intento por mantener una situación que se sabe es imposible de mantener. Michael era uno de esos que no tenía talento ni para eso. Si yo pensaba que ya había hecho todo lo posible por arruinar una cita, estaba equivocada. Todavía tenía que demostrar ser poco inteligente. Lo que dijo fue algo así como “Eras una de mis dos opciones, pero hoy en día sos mi única opción” y seguido a eso, y cuando me vio revolear los ojos descreída de la situación, agregó “no, no me entendés, tu inglés no es tan bueno”.

Habiendo hecho mérito tuvo que ser echado del lugar. Cerré los ojos y le dije que cuando los abriera tendría que haberse ido. Cuando los abrí Michael se había ido.

Esa semana había aprendido a dar direcciones en chino. Le agradezco a mi cerebro ser tan memorioso incluso en situaciones en que no estoy tan lúcida. Llegué al hostel no mucho después de las 2 am. Una resaca después, la pesadilla había terminado.

Moraleja

No he ido a las Maldivas. Pero aún así, sin haberme hamacado en aquella hamaca, sin haber visto las olas bordeadas por aquellas luces naturales, siento que de todas maneras hice un viaje con esta historia.
Esa primera y última cita, y todas mis experiencias “amorosas” en China, me han mostrado algo de mí que pensé que estaba un poco perdido.

Cuando estábamos cenando en el restaurant japonés, pude llenar un solo silencio incómodo hablando de lo mucho que me gustaba viajar. Nunca me imaginé que las Maldivas iban a ser un tema de conversación y menos que yo no las mencionara primero. Michael nos dijo que uno de sus sueños era visitar las paradisíacas islas.

Yo no le había hablado de mi obsesión, ir a las Maldivas también era su sueño y probablemente por la misma razón. Él no sólo quería ir a las Maldivas, sino que una cálida sonrisa me había demostrado que él sentía lo mismo que yo: que habernos conocido nos había dado la posibilidad de encontrar a nuestro compañero de viaje.

Pero tengo que admitir que no armé mentalmente las valijas cuando dijo “podemos ir, ¿No?”. Fue todo lo contrario. Una parte de mí se fue del restaurant cuando dijo eso, mi otra parte se imaginó esas vacaciones.
Se me heló la sangre. Me imaginé protagonista en esas fotos de las que tanto hablé, ambos mirando el atardecer mientras él intentaba abrazarme y yo me escapaba de sus grandes manos. Lo único que sentí fue soledad. Es decir, cómo podía haber considerado ir a las Maldivas con alguien que idolatraba las películas de Sylvester Stallone y no sabía quién era Gandhi.

Esa noche entendí que ese peso que sentía presionándome el pecho cada vez que veía fotos de las Maldivas no tenía que ver con no poder viajar. Ese vacío, esa sensación de falta tenía que ver con que no tenía a nadie con quién compartir un viaje tan bello. Y no me refiero a viajar a las Maldivas, me refiero al viaje de mi vida.


 No sientan pena. Esto no se trata de mirar a un costado, se trata precisamente de mirar con intensidad y apreciar lo que se encuentra. Cuando supe qué era lo que sentía en realidad, no descubrí en mí más que alivio y una enorme felicidad. Verán, me permití realmente querer a alguien una sola vez en mis 28 años, y cuando decidí ponerle fin a una historia que se había robado gran parte de mi capacidad de amar, pensé que no lo iba a poder hacer nunca más. Lo vi, lo pensé, lo sentí, lo bebí por muchísimo tiempo… hasta que decidí volver a mirar hacia adentro.

Venir a China, ya lo he dicho, fue parte de un plan para re-conocerme a mí misma en el contexto más incómodo posible. Hallar las piezas y armar el rompecabezas otra vez. Y adivinen qué, saber que uno quiere compartir sus días con alguien es un hallazgo, es parte de ese proceso. O al menos lo es para mí, que soy una persona difícil a la hora de enamorarme.

Uno podría pensar que cuando me despierto a la mañana y miro la porción de mi cama donde nadie duerme, me entristece. Pero no es lo que sucede, sino todo lo contrario. Está bien que yo soy de las que duerme hecha una bolita a un costado, pero eso no quiere decir que exista un vacío. Todo lo que veo ahí es un espacio para la posibilidad. Me gusta pensar que hay un lugar en mi vida para alguien que me deje cuidarlo como me gusta cuidar de mi gente. Y me gusta pensar que hay alguien ahí afuera que quiere abrazarme y no dejarme salir de la cama hasta muy tarde un domingo la mañana. Pienso que me estoy levantando demasiado temprano… los domingos se hicieron para dormir ¿No?


Y si todavía se preguntan por qué decidí escribir sobre todo esto, sí hay una razón. Estaba sentada en uno de los jardines que mira al Taj Mahal en la antigua ciudad de Agra hace algunas semanas cuando sentí que ya no estaba sola. Sentí que quien quiera que sea no está lejos. Quizás haya sido el estar en ese altar al amor eterno (suena terriblemente meloso cuando uno lo dice sin estar en ese lugar, pero imaginen que estoy ahí) y todo lo que significaba, pero al menos entendí algo de mí y de mi vida. Si no poder querer a nadie estaba relacionado a no poder quererme a mí misma, el problema ya está resuelto.

Todavía me quedan unos cincuenta años antes de que desaparezcan las Maldivas.

4 comentarios:

  1. Bien Sofi!!!!!! Me alegra mucho tu encuentro con vos, ahora él llegará por añadidura, un beso enorme!!!!!!!

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  2. Si me das un año, tal vez no crucemos ajaj. Suerte con ese temita sofi (:

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    1. Ya estoy de vuelta en Argentina! Espero que te guste muchísimo China!

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